Hay, sin embargo, unos pocos que no pueden, que reniegan de las cosas terrenales, que han visto un brillo más arriba, más que el bronce, y el oro, o petroleo, o cuantas cosas la vida te puede dar.
Esos son los que han mirado al Verbo de Vida, fueron deslumbrados con el fuego de Su mente, capturados por las llamas de Su rostro, prendados con el premio de Su muerte. Conocimiento, sabiduría, entendimiento; no mundano, no carnal, ni diabólico; pero sí celestial, Divino, de la Fuente. Buscan eso; todo lo demás lo tienen por estiercol.
Pasan penurias, pruebas, tribulaciones; soledades, despechos y calumnias; abandonos, traiciones y desaires; insultos, injurias y despojos... golpe va, golpe viene, resisten. Resisten, y resisten, y resisten. Como rocas al pie del risco con olas de un mar embravecido. Tenaces, fieles, inamovibles. Pero ellos no son la roca.
Como arbol que da fruto incluso en invierno. Se alegra el labrador de visitarlo, alegre muestra a sus compañeros, la fortaleza y vida de su arbol. Pero ellos no son el arbol.
Son rama injertada que sacia siempre su sed y vive de la savia vigorosa del Rey Árbol. Son faros fundados en la gloriosa Roca eterna de los siglos. Son pilares y columnas en el Templo del Santísimo. Son aquellos que pasarán a eternidad habiendo servido al Gran Maestro.
Son guerreros que, caídos, por su Capitán son rescatados, levantados. Y por tanta batalla y herida son sentados a la mesa, a la diestra del Señor de las Huestes; y obtienen lo más preciado.
Porque nada hay más bello para uno de los nuestros, que presentarse aquel día sin vergüenza, sólo con gozo y alegría; reconociendo:
—Siervo inútil soy, pues lo que debía hacer eso hice.
—Siervo inútil soy, pues lo que debía hacer eso hice.
Y escuchar:
—Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.
Uno de ellos pasa a gloria eterna. Ya en la presencia del Señor descansa, y desde aquí saludo y venia a Manuel Jesús Arévalo Fernández.